ACDE Hoy

Necesitados de nueva luz

Escrito por Daniel Díaz
Escuchar artículo

La Palabra era la luz verdadera que, al venir al mundo, ilumina a todo hombre.” (Jn 1,9)

Sólo con metáforas puede expresarse un misterio tan grande como el de la Encarnación. Sobrepasado por las consecuencias de la venida al mundo del Hijo de Dios, el Evangelio según San Juan nos refiere a la sencilla imagen de la luz. Esta luz es caracterizada, en contraposición con cualquier otra con que el ser humano pueda contar para mirar su realidad, como la única “verdadera”. Solo ella nos permite ver bien, sin distorsiones ni confusiones. Su claridad genera nitidez en las imágenes que captamos y nos revela la verdad más intima de todas las cosas.

La luz de la Palabra hace foco particularmente en los hombres, en todos los seres humanos. Ninguno queda excluido de ella. Sin embargo, no obstante la universalidad del don, esta iluminación demanda la aceptación de quienes la reciben sin perder su  libertad. Por esto, el mundo que rechaza a Dios ni siquiera la conoce y muchos de los destinados a ser suyos pueden no recibirla. Quienes sí creemos, en cambio, ya hemos recibido por la fe el poder ser hijos de Dios. Pero esta capacidad es un proceso en curso y si queremos seguir llenándonos aún más de claridad, necesitamos reconocer que aún no vemos plenamente.

La Navidad es celebración de la Luz Divina y nos invita cada año a buscar contemplar de un modo nuevo y más profundo todo lo que, al menos en parte, hemos percibido de un modo erróneo. Con la ayuda de Dios podremos corregir las malas decisiones y acciones a donde nos llevaron nuestras miopías y cegueras, y experimentar el gozo de habitar una realidad más luminosa.

Nueva luz para ver a las personas

Que Dios se haya hecho hombre en Jesucristo da fundamento a la consideración de la dignidad humana. Divinizados, hechos hijos en el Hijo, todos los seres humanos nos demandan un respeto, un cuidado y una preocupación por ellos a la altura de su valioso ser. Esto comienza en nuestros seres más queridos, nuestra familia y amigos, pero se extiende sin excepciones a cada una de las personas que nos rodean. En particular podemos pensar en aquellas que se ven afectadas por nuestras decisiones y opciones en la empresa y el ámbito de nuestro quehacer laboral.

La persona humana es la única creatura abierta a la trascendencia, llamada a la comunicación consciente con su Creador. Al mismo tiempo, esa trascendencia la conduce a vincularse con los demás hombres y con el resto del mundo creado. Es un impulso que invita a salir del egoísmo y la indiferencia para entrar en un diálogo que se revelará al final capaz de darle sentido profundo a la propia vida. Ver mejor a los demás conllevará descubrir mi propia identidad en relación a ellos y reconocer mi misión en la creación.

Estas afirmaciones, más generales y abstractas tienen aplicaciones muy concretas cuando buscamos que cada uno de nuestros pensamientos y acciones se ordenen a la finalidad de reconocer la dignidad de quienes están a nuestro alrededor. Nos llevan en primer lugar a revisar ante cada persona con nombre propio con quien nos relacionamos si nuestro modo de actuar supo considerar, reconocer y fomentar cada uno de sus derechos: vivienda, trabajo, educación, salud, descanso, ocio.

Cuando convertimos a alguien en nada más que un cliente o un operario, un proveedor o un vendedor, lo estamos empequeñeciendo y hasta despersonalizando. Vemos su función, su tarea. Y nos perdemos de todo lo demás. Nos limitamos a ver para qué me sirve o que me aporta a mí, a mi empresa, a mi sociedad. Y lo hacemos sin darnos cuenta que esta mirada tan utilitarista termina empobreciendo al otro e impidiéndole que aporte lo más valioso de su ser, sus muchas riquezas y todo lo que tiene para dar.

Muchas veces no vemos quien es el otro, no vemos sus capacidades, ni consideramos sus diferencias como algo que puede enriquecernos. No reconocemos a cada uno como un ser irrepetible en el que el Señor me da un don. Estamos ciegos. Y al darnos cuenta que no vemos nos deberíamos preguntar: siendo ciegos, ¿podemos pretender guiar y dirigir?

Un niño que es nueva luz

El que nace en el pesebre, como todos los bebés recién venidos al mundo, aún no ve claramente las cosas que lo rodean. Su visión se irá perfeccionando con el paso del tiempo. Mientras tanto se guiará también por los otros sentidos para reconocer a su madre y al entorno más cercano. Tal vez tengamos que pedirle que nos ayude a ir mejorando nuestro modo de mirar a los que nos rodean. Y mientras tanto, crecer en el deseo de aguzar nuestros demás sentidos, para percibir la realidad tal como es.

La mirada, aun físicamente muy limitada, del Hijo de Dios recién encarnado ya empieza a enaltecer a quienes rodean su pesebre. No solo los reconoce en su bondad, en la medida que lo sirven, sino que potencia en su ser a los que llegan hasta él. María es hecha Madre de Dios y se prepara para ser Madre nuestra. José es transformado en custodio de la Sagrada Familia y se hace modelo de santidad. Magos extranjeros y pastores humildes dejan atrás sus actividades cotidianas para unirse en el pesebre a los mismos ángeles de Dios y quedar incorporados a un momento crucial de la historia de la Salvación, en la adoración y difusión de la Buena Nueva. Todos se desarrollan y alcanzan plenitud en Dios y en su proyecto.

Ninguna persona tiene su finalidad última en proyectos de carácter económico, social o político. Cuando absolutizamos esos aspectos terminamos siempre por instrumentalizar al otro. Le robamos su posibilidad de desarrollo y no respetamos sus derechos ni libertad ni su destino de ser sujeto activo y responsable en su propio crecimiento. Si vemos bien a los demás nos hacemos capaces de liderar personas hacia su plenitud. ¿Y nuestros objetivos personales? ¿Y los de la empresa? Jesús nos enseñó que debemos buscar el Reino y lo demás se nos dará por añadidura.

No se puede acompañar, guiar, liderar y dirigir a otros si no se los ha visto profundamente. Conocer sus sueños y esperanzas, sus dificultades y límites, es imprescindible para quienes tenemos la misión de alcanzar con otros objetivos comunes, que sirvan para una mayor plenitud de todos.

Nueva luz para ver nuestra sociedad

Bajo la mirada del Niño Dios, en Belén, los intereses confluyen y se armonizan. El respeto no solo se dirige a Él. La adoración del Salvador se hace fuente del mutuo reconocimiento entre quienes lo adoran conjuntamente. Nadie desmerece a los otros. Todos valoran la presencia de los demás. No hay conflictos de espacio ni tentaciones de un poder que se separe del verdadero servicio cristiano.

De la altísima dignidad del Dios con nosotros se desprende el reconocimiento del infinito don de compartir su humanidad. Al mismo tiempo, no hay lugar para la soberbia entre quienes se reconocen sobrepasados inmensamente por un regalo inmerecido. Y sin ella, no hay conflictos irresolubles. Cada uno puede ser considerado valioso desde su lugar y su aporte honesto. Y entre todos se pueden buscar metas comunes.

Hay una mirada que comienza en percibir a los demás de un modo diferente, de hacerlo tal como lo hace el Dios que por todos se encarnó. Es la que nos dice que el otro es digno de mi entrega, de mi esfuerzo, de mi paciencia. Esta última forma de ver las cosas es la que celebramos en cada Navidad. Sólo este modo de ver  nos conducirá un día a la visión plena de Dios en el Reino del Señor y nos permitirá ser buenos líderes. Pidamos al Niño Dios en esta Navidad el don de su luz verdadera.

Sobre el autor

Daniel Díaz

Sacerdote de la diócesis de San Isidro. Asesor doctrinal de ACDE.

Deje su opinión