Valores

Homo techne (5). El origen de la valoración ética es la Verdad, expresada en la acción buena.

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Una conclusión categórica

Si repasamos nuestro breve recorrido, tal vez no nos sorprenda dónde concluye, y este punch line no nos resulte increíble ni gracioso: sin una férrea confianza en Dios, el ser humano no ve ni comprende su esencia, su orientación ni el criterio de valoración necesario para establecer una ética propositiva que garantice su auténtico desarrollo. Esta afirmación es categórica y divisora de aguas, pero si queremos contribuir al debate, debemos animarnos a presentarla y tratar de justificarla con claridad; básicamente, ¡debemos poder dar razones de la fe que nos compele a sostenerla!

En el primer artículo diagnosticamos la creciente necesidad de una ética comprensiva y verdadera que deriva indefectiblemente de una correcta comprensión de la esencia humana; en el segundo advertimos que la alternativa es el status quo, apelar a “éticas de mínima” que se basan en una visión reduccionista o parcial (o incluso errada) del ser humano; en el tercero señalamos una verdad elemental: el ser humano es más que su naturaleza, que su corporalidad; y en el cuarto artículo planteamos que ese algo más sobrenatural, metafísico, es el origen de su capacidad técnica y ética.

Ahora bien, ¿cuánto hemos avanzado si nos hemos limitado a plantear lo obvio? ¿Por qué hacerlo? En primer lugar, porque no es obvio, al menos, no para todos; en segundo lugar, porque de lo dicho se deriva la conclusión que presentamos, esto es, la tesis Cristocéntrica que sostiene que la única ética capaz de orientar eficazmente el desarrollo tecnológico y evitar sus riesgos por mala praxis (algunos potencialmente catastróficos) presupone no solo una correcta ontología antropológica (una noción de lo que el ser humano realmente es), sino también una correcta teología (una noción correcta de Dios). Y esto no es obvio, incluso para quienes somos creyentes.

El valor de las cosas

Cerramos el último artículo con la pregunta sobre el origen de la medida con la que valoramos las cosas, esto es, ¿qué es lo que les da valor? Porque, lo sepamos o no, eso es lo que afirmamos saber cuándo planteamos que tenemos una teoría ética o que actuamos éticamente. Por origen, como nos hace notar Karl Jaspers en su Introducción a la filosofía, no nos referimos a un mero comienzo o causa temporal, como cuando decimos que la revolución industrial tuvo su origen en la invención de la máquina de vapor, sino que nos referimos a un origen en el sentido de fuente o causa atemporal, como cuando decimos que el origen de la auténtica alegría es el amor.

¿De dónde, por tanto, emerge o mana el valor de las cosas y nuestra capacidad para apreciarlo? Claramente, no de la naturaleza, puesto que, como hemos visto, desde su constitución natural las cosas simplemente son lo que son, están determinadas a ser o actuar como lo hacen. Al no poder “liberarse” para contemplar intencionalmente y arbitrar (optar, decidir), las cosas naturales no emiten valoración alguna. La naturaleza, en este sentido, es incapaz de exhibir el más mínimo juicio de valor; es irreflexiva, apática, indiferente, ciega, ya que solo se mueve siguiendo las leyes naturales que todo lo determinan, como si fuera el flujo de un gran río que avanza sin detenerse, direccionado por su cauce. Dicho de otra manera, si solo existiera la naturaleza (es decir, la materia, lo físico), entonces, la realidad estaría determinada y el demonio de Laplace jamás se equivocaría; nuestra libertad y ética serían una ilusión, un maya, la chapa y pintura de principios ajenos a nosotros, que no controlamos, y que, como si fueran el cauce de un río, determinarían la dirección de nuestro avance, de nuestras acciones —con independencia de que creamos ilusamente hacerlas con libertad; de que nos parezca que somos nosotros quienes las decidimos—.

Ese origen, dijimos, es (debe serlo) sobrenatural en el sentido de que debe estar más allá de las leyes naturales o de todo lo que está enteramente determinado por las leyes naturales. ¿Es acaso ese origen sobrenatural nuestra consciencia, el alma del hombre, esa misteriosa unidad de entendimiento y voluntad, mente y corazón, que mencionamos? Por lo pronto, si miramos hacia los lados y hacia atrás, veremos que nuestros valores, la vara con la que medimos el valor de las cosas, no es del todo uniforme; parece estar sujeta a cambios conforme las épocas, las culturas, las familias, las condiciones materiales, etc. Observando esto, suponemos que la ética depende de las muy diversas circunstancias que afectan al ser humano. Entonces, como proponen algunos, ¿es el “costado sobrenatural” del ser humano el origen de la ética? Esto es, ¿es el hombre la medida de todas las cosas? O, en otros términos, ¿es el pecado original una creencia falsa? ¿Puede el hombre efectivamente definirse a sí mismo moralmente? ¿Puede el hombre alimentarse del árbol del conocimiento del bien y del mal, una y otra vez, sin empacharse? Responder afirmativamente a estas preguntas es aceptar que la ética, la medida de valoración del ser humano (que orienta su desarrollo y delimita su responsabilidad), es relativa. Es afirmar que, en última instancia, el individuo, cada persona, define su escala de valores.

Ahora bien, si esto es así, lo primero que se pierde es justamente la regla de valoración, porque, aunque parezca lo mismo, hay una diferencia abismal entre descubrir el valor de algo y decidir unánimemente su valor. Algo valioso para mí (o para nosotros como sociedad) no necesariamente es valioso en sí mismo. Lo último implica una métrica objetiva; lo primero no exige un criterio más allá de las apetencias y deseos personales. Pero estos, como nos enseñan los psicólogos, están fuertemente condicionados por nuestra psicología y esta, a su vez, por nuestra biología. En última instancia, el debate ético se resolvería mejor desde un nivel psíquico o neurocientífico y, tal vez, la adopción en masa de la solución acordada (a base de evidencia científica) podría optimizarse con el uso de algún fármaco, como aquel soma de la novela de Huxley.

 

La confianza en Dios

Si el origen de la valoración ética no está en la naturaleza ni en la sobrenatural consciencia humana, ¿qué otra posibilidad hay? La tesis cristiana propone que la valoración ética (esto es, el juicio ético correcto) es indistinguible de la Verdad, del Logos, de la Palabra, del Pensamiento de Dios. La Verdad se expresa en todo lo que es; y de manera perfecta, en los actos buenos, resplandeciendo con mayor intensidad en aquellos que implican un sacrificio de amor —esto es, un acto puramente generoso por el bien del prójimo; este entendido como ese otro más próximo—. Esto quiere decir, retomando lo que hemos dicho sobre una ética propositiva, que el criterio de valoración verdadero es ese que expresa milimétricamente el orden en todas las cosas, su auténtico valor, e informa a la consciencia humana para que esta decida de manera libre y racional lo que es objetivamente mejor en cada caso. No nos referimos a un código legal, punible y sin lagunas, que deba aplicarse a rajatabla, sino a un sendero que se abre delante de cada persona con toda claridad, sin margen de error; un camino que se despliega entre las opciones disponibles al libre albedrío de cada ser humano. La ética verdadera, en cuanto guía de la acción racional y libre, esa que busca siempre el mayor valor, es indistinta del Sumo Bien, en el sentido de que quien actúa éticamente, perfectamente, expresa en su acto el modo de actuar divino, es decir, como Jesucristo actúa —o, mejor dicho, deja que Jesucristo actúe en él, como manifiesta el apóstol Pablo—.

Pero si esto es así, ¿por qué nos equivocamos tanto? Porque nos falta confianza (del latín con-, “total, enteramente”; fides, “fe”); nos falta fe. Nos referimos a ese ver y comprender del que nos habla Joseph Ratzinger en su Introducción al cristianismo, a esas “luces altas” que nos permiten ver más allá de lo que logramos ver con la razón natural. Hablamos de ejercitar las “dos alas” del entendimiento humano por igual, la de la fe y la de la razón, puesto que, como nos advierte san Juan Pablo II, si no se usan en tándem, el ser humano desvaría. ¿Y qué ve y comprende el ser humano con su razón natural cuando se abre a la luz de la fe? Que el dilema de Eutifrón es un falso dilema porque el Bien —la fuente de todo ser, el Ser en sí mismo— es necesariamente el estándar de valor para todas las cosas, y que no hay distinción entre la acción buena y el Bien en sí mismo que es origen de toda bondad y que es Dios —entendido no como un ente abstracto e inerte, sino como un Dios vivo y personal—. No hay distinción entre el acto bueno y aquello que lo hace bueno, porque aquel implica actuar en consonancia (en intima comunión) con Dios o, mejor dicho, dejar que Él actúe en nosotros (es decir, que su Voluntad se cumpla, perfectamente, en nosotros).

La ética, por tanto, como criterio de decisión no es más que la manera perfecta de actuar: es virtuosa, en toda circunstancia resuelve lo mejor, no se desvía a la derecha ni a la izquierda del aurea mediocritas; básicamente, no es otra cosa que Dios expresándose en la consciencia del ser humano, informando a su conciencia (en cuanto conocimiento) de lo que debe hacer. Ese acto perfecto (inmejorable) no necesariamente es un gol de media cancha, ni la ejecución perfecta, ni la palabra justa, sino eso que Dios quiere en ese preciso momento. Filosóficamente hablando, eso que “Dios quiere” es la manifestación del Sumo Bien, es expresión de su Voluntad perfecta (Amor) y Conocimiento perfecto (Verdad); es la mejor resolución posible expresada en un acto humano; esto es, la Voluntad de Dios hecha carne en el hombre: el ser humano adherido perfectamente a Jesucristo, actuando en plena comunión con Él.

¿Cómo alcanzar la fe necesaria para ver a ese guía personal que debemos imitar si hemos de actuar perfectamente, éticamente, siempre? Tocando fondo. Dándonos cuenta de nuestra completa invalidez. Descubriendo la original humilitas que esencialmente es el hombre: polvo conformado por la Voluntad Divina. Quien ve lo que es, ve su procedencia, su origen; ve y comprende que es ni más ni menos que su amorosa conformidad a la Voluntad de Dios. Tiene fe; confía, sabe qué debe hacer y haciéndolo da testimonio: da fe a través de sus actos que comunican el correcto accionar, la acción ética para instrucción y movilización de otros.

Los cristianos estamos en el negocio de mover montañas; de todas ellas, las más macizas son los corazones humanos, y de todos ellos, el más pesado es el propio.

Sobre el autor

Santiago L. García Balcarce

Emprendedor tecnológico y filósofo. Fundador del Sello Editorial ROCAlogos . Autor de la obra de literatura filosófica QUI EST: En busca del sentido perdido.

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