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Homo Techne (7). Hacia una ortodoxia ética que oriente al hombre técnico

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Hacia una ortodoxia ética que oriente al hombre técnico 

En el último artículo de esta serie nuestras reflexiones parecen concluir, quizás, en un tono demasiado alarmista. ¿Acaso debemos agazaparnos para aguantar un inminente porrazo apocalíptico, fruto de nuestro abuso tecnológico? No, la intención no es infundir alarma o desesperanza, sino todo lo contrario. ¡Hay esperanza! Y el primer paso para ingresar en ella es la fe. Concluimos el artículo anterior precisamente en este punto: en la fe encontramos la capacidad de inmunizarnos, de hacernos invulnerables a la amenaza anunciada por el filósofo Nick Bostrom, que tiene como raíz los desvaríos a los que nuestra razón natural es proclive cuando opera aisladamente. Por otra parte, es entendible que esta afirmación nos resulte un tanto escandalosa, puesto que todos nosotros, hijos de nuestro tiempo, desarrollamos oídos hipersensibles a toda insinuación de soluciones místicas (sobre todo a problemas de índole técnica, que nos son tan reales y concretos). ¿Cómo evitamos este escenario potencialmente mortal sobre el que nos advierte uno de los filósofos ateos de mayor perfil de nuestros días? ¿Cómo salimos del statu quo del cual puede, en cualquier momento, salir una bolilla negra que nos haga explotar por los aires?

En cierto modo, la salida que acá hemos apenas comenzado a esbozar es planteada por el propio Bostrom entre sus propuestas, aunque desde otra óptica. Él habla de modificar las preferencias de las personas (especialmente, aquellas con mayor poder) para que estas tengan más incentivos hacia el uso correcto de la tecnología que hacia su uso potencialmente destructivo. Aunque no lo diga, esta es una propuesta de corte ético; no implica legislar, patrullar ni sancionar (que es a lo que refiere el resto de sus iniciativas), sino educar al individuo para que pueda decidir correctamente, conforme lo que es objetivamente bueno. Volvemos, por tanto, a nuestro inicio: ¿dónde encontramos ese criterio ético que se cae de maduro, que todos podemos reconocer como verdadero y comprensivo, suficiente y asertivo, para resolver las disyuntivas de nuestro vertiginoso avance tecnológico? 

Lo encontramos, como advertimos al comienzo de nuestro recorrido, en el vasto territorio de la doxa, palabra griega que nos refiere a ʻcreenciaʼ, ʻopiniónʼ, ʻreflejoʼ, pero que desde la filosofía clásica fue utilizada junto a otras dos, techne (ʻtécnicaʼ) y episteme (ʻcienciaʼ), para designar los tres tipos de creencias o afirmaciones (con diferentes grados de certeza, o valor de verdad como lo llaman los filósofos) que en conjunto determinan la forma en que cada persona comprende la realidad. A lo largo de la historia de la filosofía, la doxa fue muchas veces (y por varias razones) menospreciada, por incluir paja y trigo entre sus afirmaciones, creencias falsas y verdaderas; más precisamente, creencias no demostrables ni técnica ni científicamente. Luego, la filosofía moderna, quizás un tanto apabullada por el sorprendente desarrollo de la ciencia y la tecnología, toma para sí la única tarea de la que se convenció ser capaz, determinar qué es el verdadero entendimiento humano (como John Locke expone en este famoso tratado), circunscribiéndolo a la episteme o scientia, reducida a la ciencia empírica con base en el método científico moderno, y a la techne, la ‘técnica’ o ‘arte’, que aquella posibilita. Sin embargo, las creencias axiomáticas, esas que son fundamentales, lo aceptemos o no, son con frecuencia del tipo doxológico, por llamarlo de alguna manera; esto es, creencias imposibles de demostrar por el método científico moderno o por la técnica que este produce. En este punto, a modo de ejemplo, vale traer a colación un ya célebre intercambio (felizmente capturado en este video) entre el filósofo William Lane Craig y el químico Peter Atkins, donde aquel enuncia cinco de estas creencias: la existencia de la realidad externa (las cosas que experimentamos no son producto de nuestra imaginación) o de otras mentes independientes de la nuestra o el hecho de que el pasado no ha sido creado hace diez minutos con la apariencia de antigüedad; las verdades de la matemática o de la lógica; las valoraciones éticas o estéticas; y, por último (y no menos sorprendente), las propias premisas sobre las que se sostiene el método científico. Hablamos, en cada caso, conviene remarcar, de afirmaciones racionales y verdaderas, pero no demostrables por la experimentación ni la técnica. 

Este es justamente el terreno de la ortodoxia, de la doxa correcta, verdadera, entendida no como una amalgama de creencias infundadas, sino como un sistema de verdades que reconocemos como fundamentales dado que, si fueran falsas, ningún conocimiento sería posible o, más aún, nuestra propia experiencia consciente nos resultaría incoherente, ¡inexplicable racionalmente! Dichas afirmaciones emergen como autoevidentes por el mero hecho de que experimentemos la realidad como lo hacemos y de que sepamos vivencialmente, inmediatamente, cómo es ser nosotros, con independencia de que logremos expresar luego, discursivamente, qué somos en alguna teoría. Esas nociones, cuya evidencia es inefable, directa, de primera mano, están más allá de lo que podemos analizar o diseccionar, de lo que podemos reducir a una prueba de laboratorio o sintetizar en un teorema matemático, puesto que son las bases que nos permiten hacer ambas cosas. El instrumento que usamos para no dudar de ellas (o desatenderlas) es la fe, entendida como una potencia sobrenatural y supra-racional, es decir, una capacidad humana que excede nuestra razón natural y que nos permite ver y comprender holísticamente la realidad, lo que somos y el entorno del que somos parte, aunque no seamos capaces de expresarlo enteramente en ensayos filosóficos o fórmulas matemáticas.

De la fe, así entendida, salen, sin necesidad de sobrecalentar nuestra razón natural, los axiomas del ser humano, las reglas básicas de juego; emerge, sin un gran esfuerzo dialéctico, la ley natural (descrita con precisión por santo Tomás de Aquino) que nos permite descubrir, con toda claridad, los límites de la cancha para no patear la pelota afuera, discernir qué debemos evitar y qué promover para avanzar en nuestro desarrollo individual y colectivo. Por otra parte, no decimos que tales fundamentos éticos no estén al alcance de la razón natural (como precisa el santo Doctor); solo sugerimos que, iluminada por la fe, la razón natural se inmuniza a los errores a los que, ¡por naturaleza!, es tan proclive. Para evidencia, alcanza con sobrevolar la actual proliferación de ideas y posturas que personas racionales sostienen ¡como naturalmente evidentes! 

Que lo religue con su origen

Básicamente, ¿de qué hablamos? De que la salida que el ser humano contemporáneo precisa para continuar su progreso sin perecer en el intento no proviene de la ciencia ni de la tecnología, sino de la posibilidad de sostener creencias correctas que lo orienten en el sentido de su perfeccionamiento, esto es, hacia su plena existencia, hacia ser perfectamente humanos. ¿Y qué significa ser perfectamente humano? Nuestro amigo Enrique Shaw nos señala en la dirección correcta: “lo más humano que hay en el hombre es lo que tiene de divino”. En otras palabras, el ser humano es perfecto —y sí, es falso que nadie es perfecto, ¡hay seres humanos que llegan a serlo!— cuando actúa perfectamente, cuando refleja en sus actos su esencial semejanza divina; es decir, cuando profesa con sus actos la creencia correcta, simple y verdadera que, en su simplicidad, implica todas las demás: la de saberse, con toda confianza, hijo de Dios.

Los norteamericanos suelen señalar un hecho indudable: nuestros actos evidencian nuestras verdaderas creencias, lo que realmente creemos es verdad. Si además consideramos que ser perfecto como el Padre lo es implica actuar como Él manda, se sigue que la creencia correcta es no solo creer lo que es verdad, sino en verdad creer que lo es, testimoniándolo en el lenguaje de nuestros actos. Quien eso hace, vive la ortodoxia, entendiéndola en sus dos acepciones: en cuanto ʻcreenciaʼ y en cuanto ʻreflejoʼ o ʻgloriaʼ. Porque quien es perfectamente humano refleja, glorifica con mayor intensidad, su esencia divina, como una brasa que arde con mayor intensidad al acercarse al fuego que la enciende.

Entonces, ¿de qué hablamos? De que como cristianos no nos debe temblar el pulso para advertir, con la misma vehemencia con la que algunos profetas seculares advierten la amenaza, que hay un amparo, una salida, y que esta es la religión; con exactitud, la plenamente verdadera. Los seres humanos, como comunidad que avanza en la historia, deben aún ver y comprender algo: sin una orientación, sin un fin, un norte, un objetivo, no hay progreso posible, no hay perfectibilidad, puesto que no hay noción de qué es lo perfecto. Hablamos de un fin existencial que dirija hacia él, integrándolas, todas las potencias del hombre. Ese norte, ese sentido orientador e integrador, está velado a la operación aislada de la razón natural, ya que, por sí sola, la razón tiende a desvariar; por lo pronto, no puede proyectarse más allá de sí misma, al igual que la matemática o la lógica, por sí mismas, no consiguen demostrar más que sus propias reglas (que son también sus límites). Está velado, como hemos visto, a la operación aislada de las ciencias que estudian la naturaleza porque esta es bruta, apática, por decirlo de algún modo; no es ni intencional ni libre, no ve ni comprende nada, solo reacciona a fuerzas que no controla. Está velado a la operación aislada de nuestro saber hacer, a nuestra técnica, puesto que esta, por más sofisticada que sea, por sí sola, es incapaz de determinar sus propios fines. Ese norte está velado incluso —nos atrevemos a decir— a la operación aislada de la filosofía, puesto que, por sí sola, esboza principios últimos y relaciones lógicas que apelan al entendimiento, pero no a la voluntad. Lo que mueve al filósofo a amar la Sabiduría, a buscarla y desear caminar con Ella, no viene de su disciplina ni de su sapiencia, sino de un deseo que está más allá de su intelecto. Cualquier sistema filosófico, por más bello y consistente (e incluso verdadero) que sea, por sí solo no compromete, no enamora, no conmueve a la persona, no le da un sentido personal, un fin íntimo e individual que la motive íntegramente a seguirlo con todo su corazón y alma, con todas sus fuerzas. 

Ratzinger escribe en su Introducción al cristianismo que esperar tal fin, ese sentido existencial que orienta e integra al individuo (y a su comunidad), de la ciencia y de la tecnología —y agregaríamos nosotros, incluso de la filosofía—, es como creer la historia del barón de Münchhausen que decía haber salido de un pantano tirando de sus propios pelos. Ratzinger nos enseña que, en la sentencia del oráculo del Señor, “si ustedes no creen no subsistirán”, dada la raíz de la palabra hebrea creer, la consecuencia a no hacerlo puede referirnos tanto a no comprender como a no poder sostenerse en pie, a no tener un apoyo donde pararse. Sin la fe, entendida como la luz que permite discernir las creencias verdaderas y fundamentales a la existencia humana —que expresen verdaderamente qué es el ser humano y cuál es su lugar en la realidad—, en una visión ordenada de la realidad (en una cosmovisión), el ser humano pierde su apoyo y orientación; pierde su identidad esencial, se vuelve todo y nada, permanece a la deriva y, por tanto, vulnerable a todo tipo de errores fatales. Se vuelve como los niños pequeños que, en su desconocimiento y natural curiosidad, se llevan cualquier cosa a la boca, incluso aquello que puede dañarlos.

En este sentido, lo que acá sugerimos es que la postura de la religión, en cuanto busca unir fuertemente (re-, ‘intensamente’, ‘fuertemente’, –ligare, ‘unir’, ‘ligar’) la consciencia humana con aquello que es verdad y que está velado al ser humano por sus vías naturales —que revela eso que está más allá de la realidad tangible y visible, física, natural—, debe ser tenida en cuenta en los ámbitos donde se toman las decisiones. Y la tarea de expresar dicha postura, ¡no ha de sorprendernos!, recae en quienes la profesan. La fe, en cuanto ese ver y comprender sobrenatural del que nos habla Ratzinger, debe movilizarnos en todos los ámbitos a expresar eso que se nos revela y, puntualmente, donde más se lo necesita, como es hoy aquel que comprende el debate ético en torno al avance tecnológico. 

Sin ir más lejos, esto es precisamente lo que advierte el autor Luke Burgis en un reciente artículo de la revista Wired, en el que rescata el antiguo contrapunto planteado por Tertuliano entre la fe y la razón, entre Jerusalén y Atenas, y argumenta que hoy, al conocido problema de las dos ciudades, habría que agregarle una tercera: Silicon Valley. Si la primera ciudad es el símbolo de la fe, de la ortodoxia, de las creencias verdaderas y fundamentales reveladas por la fe, y la segunda es símbolo de la ciencia y la filosofía, de la episteme; la tercera en discordia es hoy la ciudad de la techne, de la tecnología, de la utilidad y la industria. La salida que propone Burgis a la creciente necesidad de orientar el desarrollo tecnológico es reconocer que el principal problema es la división, la separación, el análisis parcial. Hoy cada ciudad parece autoaislada, creyéndose independiente de las otras —siguiendo, vale decir, la postura que planteaba el propio Tertuliano, quien concluía, erróneamente, que nada tenían que ver una con la otra—; cada una parece encerrada en su propia cosmovisión, como si cada una apuntara a resolver problemas distintos, desconectados, ignorando los aportes ajenos. Conversamente, la solución que propone el autor deriva del diálogo y de ponderar lo que cada una conoce y puede aportar al desarrollo integral del ser humano, ni parcial ni desasociado.

Agregaríamos, basándonos en nuestro breve desarrollo, tal vez en un tono más categórico, que si el cristiano realmente cree lo que profesa en su credo, jamás podría distinguir entre estas tres ciudades, porque donde él esté, yacerá en comunión con la Verdad. En este sentido, no importa que presente su pitch en alguna oficina sobre Sand Hill Road, que adore el Santísimo Sacramento en la Basílica de San Pedro o dicte clases en la Universidad de Oxford; su palabra y sus actos expresarán, íntegramente, perfectamente, la correcta creencia; su estudio, la ciencia verdadera y su industria, la técnica benéfica.

Ese perfecto cristiano será capaz, nos atrevemos a concluir, de aportar la resolución justa, perfecta, virtuosa, en cada una de las encrucijadas éticas. La esperanza de la humanidad exige, por tanto, la salida del cristiano al encuentro de estos desafíos, a romper el aislamiento y a iluminar el diálogo con la luz de su testimonio de fe. En eso creemos —por radical que, quizás, nos resulte— todos los que creemos que la Luz vino al mundo para iluminar a los hombres con la verdad y apartarlos de las tinieblas del error; y que ha juzgado a bien promover su obra salvífica en la acción de sus discípulos.

Sobre el autor

Santiago L. García Balcarce

Emprendedor tecnológico y filósofo. Fundador del Sello Editorial ROCAlogos . Autor de la obra de literatura filosófica QUI EST: En busca del sentido perdido.

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