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La esencia del ser humano es originalmente íntegra e indivisible, fuente de nuestro auténtico desarrollo

 

La original integridad del ser humano

En el segundo artículo de esta serie planteamos, tal vez, la pregunta más fundamental de la filosofía: ¿qué es el ser humano? ¿Cuál es su “quededad” (eso que expresa “qué es”)? ¿Qué es lo esencial al ser humano, lo específicamente humano? Es imposible responder estos planteos de manera comprensiva en estas breves reflexiones. Sin embargo, intentaremos proponer algunos rasgos esenciales del ser humano que son pertinentes a nuestro análisis sobre los desafíos éticos que plantea la tecnología.

El primero de ellos es que el ser humano es, cuando plenamente realizado, un ser esencialmente íntegro, un todo indivisible que desafía nuestra capacidad de análisis, puesto que analizar, etimológicamente, es buscar separar, dividir en partes; pero toda noción de lo que el ser humano realmente es debe conservar este simple axioma: comprender al ser humano implica aceptar su original esencia, santa, sana, íntegra. Todos estos términos están etimológicamente unidos: en su sentido original nos refieren a algo sin defectos, completo, pleno, sin posibles mejoras —algo que desde su génesis es ¡muy bueno! (Gen 1. 31)—

Es un presupuesto moderno el que establece que para entender o comprender algo debemos poder analizarlo, desguazarlo en partes, como hacen los niños pequeños cuando desarman sus juguetes para ver cómo funcionan. Sin embargo, este presupuesto no es un error, solo lo es aplicarlo de manera indiscriminada. De hecho, encuentra su máxima expresión en el método científico y nos es indispensable para entender la realidad natural (física) de la que somos parte. Separamos y desarmamos los fenómenos (esto es, las experiencias que tenemos de las cosas) en rasgos que los caracterizan para así intentar llegar a ese orden o configuración que tienen las cosas y que nos permite entenderlas. Entender algo, comprenderlo, como advierte desde antaño el Filósofo, es poder explicarlo en términos de sus principios o causas; es poder leer en su interior, inteligir, esa esencia invisible o forma que expresa lo que cada cosa es, su procedencia y orientación, desde y hacia donde avanza su ser. Hacemos esto a través de nuestra inteligencia, que es nuestra capacidad de inteligir.

Ahora bien, ¿por qué nos cuesta aplicar la misma lógica a nosotros mismos? ¿Qué inteligimos cuando direccionamos nuestra inteligencia hacia nuestro propio ser?

Que somos una pequeña síntesis, un microcosmos (o minor mundus, como lo sugiere el santo Doctor), un compuesto originalmente perfecto, un todo incomprensible analíticamente, místico, científicamente inabarcable, de un algo natural (material, físico) y un algo sobrenatural (inmaterial, meta-físico). El primer algo nos resulta evidente (lit. algo que podemos ver) puesto que es visible y tangible; lo podemos pesar, medir, diseccionar y estudiar científicamente sin mayores dificultades. El segundo es invisible, intangible, inmensurable, totalmente fuera del radar de todo estudio científico, al menos aquel que siga los presupuestos tradicionales en los que se basa su método.

 

Los (posibles) desvaríos de nuestro análisis antropológico

Y aquí yace la raíz de las confusiones: convencernos, con base en nuestra evidencia (o falta de), de que podemos prescindir de uno de estos dos aspectos esenciales del ser humano.

Por un lado, encontramos a quienes sinceramente se preguntan (aunque tal vez con algún sesgo cientificista) ¿cómo podemos estar seguros de que el ser humano se compone de un algo más además del que vemos y tocamos? ¿Qué evidencia tenemos de que ese algo más existe cuando no podemos estudiarlo científicamente? Una respuesta breve consiste en señalar los errores garrafales en los que caemos cuando concebimos al ser humano como enteramente natural y comprensible, como un algo reducible a su fisiología, pasible de ser “decodificado”, analizado minuciosamente (hasta su última línea de código genético) y plenamente entendido a través del estudio científico (en todas sus posibles expresiones más o menos duras). Quienes suscriben hoy al transhumanismo o posthumanismo, en cualquiera de sus variantes, en ultima instancia, lo reconozcan o no, suscriben a la postura de que el ser humano puede llegar a entenderse completamente y así, a mejorarse, a reparar sus “defectos de fábrica”, a trascender sus propios límites (transhumanismo) al punto de lograr re-crearse a sí mismo en un ser superador (posthumanismo).

En el otro extremo, se encuentran quienes prescinden del aspecto natural del ser humano, entreteniendo la creencia de que lo esencial, lo verdaderamente importante, es ese algo sobrenatural, entendido mínimamente como esa realidad (científicamente) desconocida, y que lo demás es mera cobertura corruptible, prescindible, un recipiente corpóreo que puede ser mejorado, reemplazado o rechazado por completo. La esencia del ser humano puede, eventualmente, extraerse de su sustrato material (accidental), liberándose de su envoltorio, de sus límites naturales, para trascenderlos y alcanzar su plenitud. En este campo encontramos por igual concepciones antiguas y modernas; lo que cambia es cómo se denomina y define a ese algo sobrenatural: para los gnósticos de todos los tiempos, el ser humano es una entidad espiritual (esotérica y autónoma); para Schopenhauer, una voluntad de vivir que busca exteriorizarse; para Nietzsche, una voluntad de poder que busca sobreponerse a todo lo que no es ella; para los hinduistas, un atman que busca trascender el maya; para los budistas, un anatman (no atman, no identidad, no esencia) que busca descubrir su pura impermanencia —indistinta de los múltiples procesos que la causan—; para Hegel, una idea que busca revelarse a sí misma; y, más recientemente, para los devotos del avance computacional, la informática y la neurociencia —en cuya victoriosa convergencia esperan, como fervorosamente evangeliza Elon Musk, alcanzar la digitalización de la esencia humana—, el ser humano se reduce a un “compendio de información” —una memoria cuyo perfeccionamiento y preservación debe ser el fin último de todo desarrollo humano— que puede ser trasmitido y bajado desde cualquier dispositivo (¡conectado a Internet!).

A pesar de que algunas puedan resultarnos un tanto burdas, estas concepciones están plenamente vigentes y, éticamente hablando, son divisoras de aguas. La intención no es descartarlas por bulto, solo advertir que todas comparten un mismo pecado original: desestimar la esencia natural y sobrenatural originalmente íntegra del ser humano; des-integrarla y circunscribirla, según el caso, a uno de sus dos aspectos esenciales. Luego, quienes sostengan estas posturas (lo reconozcan o no; tal vez un desarrollador informático, ingeniero genetista, científico o legislador) tomarán decisiones informadas, de facto, por un criterio ético que conlleva tal carencia de base. ¿Acaso esto debería importarnos? Quien no tenga reparos en relativizar la discusión ética, desarraigarla de su fundamento (necesariamente) objetivo, puede hacer el ejercicio de profundizar en alguna de estas posturas y desde ella intentar responder, por ejemplo, ¿hasta dónde es éticamente permisible intervenir genéticamente los embriones humanos; si es posible incluso desecharlos; o si estas son acaso cuestiones éticamente relevantes? y verá que las respuestas a las que (con lógica) se llega en cada caso son inquietantes.

 

Un auténtico desarrollo humano exige una ética propositiva

Para evitar el error debemos partir del simple hecho de que somos atípicos y extraños al resto de las cosas naturales que nos rodean. La realidad de lo que somos es un todo indivisible y místico (del griego myo, algo que, en última instancia, no puede verse ni expresarse de manera exhaustiva), al punto que, cuando prestamos la debida atención, nos resulta evidente que debemos aproximarlo reverencialmente, como algo valiosísimo, único y precioso, que nos es conveniente tratar con el mayor de los cuidados. Lo hacemos luego de que podemos “ver” con toda claridad (cuando disponemos a tales fines todas nuestras potencias) en esa esencia indivisa, íntegra, sagrada (santa, separada y elevada por esencia de todo lo demás en la naturaleza) la fuente inefable pero inteligible desde donde no solo alcanzamos a comprender la realidad natural (divisible, comprensible y expresable en tratados científicos), sino a derivar los axiomas de una ética propositiva y sensata que nos permite saber qué hacer con esa comprensión que logramos.

Ese “saber hacer” no es otra cosa que la tecnología; etimológicamente, el término nos refiere a eso. La ética verdadera, por su parte, nos da el propósito, el para qué de ese saber hacer; si la ética no logra eso, carece de sustancia, no es veraz (lit. ¡no dice la verdad!). En contraposición con las éticas de mínima (anteriormente mencionadas) que delimitan por la negativa un piso, la ética propositiva justamente propone (pone por delante) un norte, un estandarte que debemos esforzarnos por seguir. Por eso es también sensata, porque aporta un sentido, determina una orientación fundamental para el desarrollo de nuestro ser a través de nuestro saber hacer. En su máxima expresión, si ha de ser eficaz, la ética propositiva debe poder aportarnos siempre una respuesta, incluso para decidir sobre los actos que en apariencia nos resultan totalmente inconsecuentes; debe presentársenos como un sentido personal, esto es, ¡totalmente customizado! a nuestro personalísimo acá y ahora. Situarse como ese guía infalible que indica el camino (exacto, sin ambigüedad) que cada uno debe seguir (sin excepción), lo que debe hacer en toda situación. Etimológicamente, la palabra sentido es más que precisa, puesto que deriva del latín sensus y este de la raíz indoeuropea sent, que nos remite a la imagen de un guía, a ir delante, a alguien a quien debemos seguir para orientarnos y que nos indica (sin el más mínimo margen de error) la dirección correcta, ¡siempre!

Del precioso misterio que es el ser humano emerge su tecnología (su saber hacer) y la ética que la orienta (que le da su sentido). ¿Y de dónde procede semejante misterio que es la esencia humana originalmente íntegra y orientada a su pleno desarrollo? Todo buen filósofo (que, por añadidura, ¡claramente es todo buen cristiano!) podrá inferir la respuesta sin mayor dificultad.

Sobre el autor

Santiago L. García Balcarce

Emprendedor tecnológico y filósofo. Fundador del Sello Editorial ROCAlogos . Autor de la obra de literatura filosófica QUI EST: En busca del sentido perdido.

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2 comentarios

  • Muy bien puesto, excelente! sin ese norte que da sentido y nos impulsa al hacer cotidiano de nuestra vida, somos un barco a la deriva donde cualquier brisa modifica nuestro rumbo. ¿De que sirve tener las mejores excavadoras si no sabemos donde y peor aún, q buscar?