Dios es un hacedor y su empresa es la Creación. Él no detiene su tarea ni por un solo día y cada mañana sigue generando, dando vida a sus creaturas. Anhela verlas crecer, desarrollarse, desplegarse, hasta que alcancen su plenitud en comunión con Él. Al hombre lo puso al frente de su maravillosa obra para que administrándola en su nombre también se realizara a sí mismo uniéndose con su propia acción a la de su Señor. Dios siempre está haciendo nuevas todas las cosas.
Sin embargo el Señor suele tomarse su tiempo para llevar todo a cabo. Aquel cuyo poder es absoluto, para nuestra sorpresa e impaciencia, suele elegir casi siempre la gradualidad, con sus procesos largos y hasta con lentitud. Al menos así lo parece desde nuestra perspectiva. Tal vez sea diferente si se lo mira desde Su eternidad. En todo caso, lo que es evidente es que su prioridad no está puesta tanto en la urgencia como en el obtener los mejores frutos. Él prefiere hacer el asado con poco fuego, para no arrebatarlo. Le da su tiempo.
Basta mirar la Pascua de Resurrección que hemos celebrado, el acontecimiento más importante y necesario desde el pecado de Adán y Eva, para constatar lo dicho. El hombre caído tuvo que atravesar miles y miles de años de esclavitud sometido al poder del mal. Un pueblo elegido para recibir al Hijo de Dios se fue conformando muy lentamente a partir de un solo hombre, para que solo unos pocos lo recibieran tras casi dos mil años. Y otro pueblo, el de la Iglesia, sigue esperando después de otros dos mil años, su regreso final.
Cuando finalmente llegó el Mesías, lo hizo como un bebe que luego destinó la mayor parte de su existencia terrena a prepararse en una vida oculta. Todo culminaría en los breves tres años de vida pública, incluida una Semana Santa para el desenlace crucial. ¿No se podía abreviar? Sí, pero no era ésta la intención de quien guía la historia. Dios nos fue revelando y proponiendo así una forma particular de hacer las cosas.
El Papa Francisco comprendió este “modo divino” y en su documento programático “Evangelii Gaudium” lo reflejó en uno de los principios que nos propuso para abordar toda realidad social. Lo formuló en estas sencillas palabras: “el tiempo es superior al espacio”. Quien sale de la coyuntura y encuentra un horizonte más amplio, se puede permitir vivir con paciencia la adversidad sin caer en la tentación de obsesionarse por resultados inmediatos. Con la necesaria claridad en los objetivos y la indispensable perseverancia, los frutos buenos irán apareciendo sin caer en la tentación de pagar costos excesivos.
Nuestra realidad presente puede ser reflexionada en esta óptica. Nos es necesario crecer. La misma dinámica del Universo nos habla de un crecimiento constante y no hemos de escapar a ella. Si la economía siempre es un manejo de la escasez, desde esta simple perspectiva el crecimiento es bueno e incluso indispensable ante las carencias. La solución está en la expansión, el mejoramiento, el ir por más.
Nos es necesario crecer económicamente pero a nuestra sociedad le es imprescindible hacerlo en un sentido aún más amplio, que hace a su bienestar general. Es muy larga la lista de los distintos aspectos: Salud, Educación, Justicia, Vivienda y tantos otros. Nos preocupa en particular la oferta de trabajo que sustente dignamente a todos los que pueden trabajar y la solidaridad para con aquellos que quedan fuera del mercado expuestos a situaciones de mucha vulnerabilidad de modo transitorio o permanente. Más allá, se revelan como fundamentales los valores que como Nación hemos relegado y sin los cuales será imposible alcanzar lo que deseamos: honestidad, fraternidad, compromiso con el bien común.
Cabe aquí recordar la vinculación del crecimiento con el desarrollo en la perspectiva cristiana. Es una piedra fundamental de la enseñanza social de la Iglesia la afirmación de Pablo VI en “Populorum Progressio”: «El desarrollo no se reduce al simple crecimiento económico. Para ser auténtico, el desarrollo ha de ser integral, es decir, debe promover a todos los hombres y a todo el hombre” (PP14). Pretender acotar esta integralidad que demanda el desarrollo, nos dejaría con un crecimiento que solo da respuestas muy parciales restringidas a solo algunos sectores de la sociedad.
La tarea es muy ardua. El crecimiento y desarrollo que necesitamos requieren tiempo, paciencia, objetivos claros, determinación para alcanzarlos y fidelidad para no acomodar el rumbo a las conveniencias inmediatas o dejarlo desdibujarse ante las tentaciones que aparezcan. Demandan no relegar ningún aspecto clave, pero también la capacidad de seleccionar los más importantes para ir dando pasos sucesivos. Hacer lo preciso para poder luego ir más allá, subiendo un escalón a la vez para no volvernos a tropezar.
Hoy, más que nunca, tenemos que tener claro que las soluciones no son una responsabilidad limitada a los políticos sino que corresponden al conjunto de la sociedad. Sin la paciencia y la perseverancia necesarias de todos, lo difícil se torna imposible. Desde nuestro lugar debemos ser capaces de elevar la mirada al Señor en cada una de nuestras decisiones en nuestras empresas, para preguntarle a Dios si más allá de mi conveniencia, la de mi empresa o sector, estoy ayudando a crecer y a desarrollarse a mi sociedad, a recuperar su camino, a construir su bienestar y construir un mejor futuro.
Es importante que sea propio de cada uno de nuestros discernimientos el revisar que esas opciones que hacemos cada día no dejen de lado nuestros valores cristianos ni releguen a parte de la sociedad exponiéndola al sufrimiento de la tempestad mientras otros con más posibilidades encontramos refugio. Seguramente la lentitud con que creemos que Dios obra en nuestras propias vidas no tiene otro motivo que preservarnos a nosotros mismos de lo que sucedería si ejerciera todo su Poder sin su Amor. Tenemos que imitarlo.
Dios es el Hacedor de este mundo que y nos ha confiado su obra. Vivir con responsabilidad nuestra misión de desarrollarla es hacer las cosas como administradores fieles que eligen siempre lo que haría su Señor.