Valores

Aprender en su tiempo, aprender juntos

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“Dios no tiene prisa con nadie, pero tampoco nos sueña aislados: nos llama a crecer juntos, como hermanos, como discípulos en camino.”

Hay algo profundamente bello en el modo en que aprendemos. Cada persona se despliega como un brote que nace en su estación: unos florecen pronto, otros lentamente, y no por eso menos bellamente. Esta verdad tan simple –que cada quien aprende a su tiempo– nos invita a mirar la vida con más paciencia y compasión. Sin embargo, hay otra verdad que no podemos olvidar: aunque el ritmo sea personal, el camino del aprendizaje no es solitario. Aprendemos en comunidad. Aprendemos en relación.

Desde siempre me conmovió esa frase: “todos aprenden, pero cada uno a su tiempo”. Es casi un acto de fe en la humanidad. Implica confiar en que todos tienen un potencial, un llamado, un ritmo que merece ser respetado. Lo veo en los niños, en los jóvenes, en los adultos. Lo experimento en la vida comunitaria religiosa. Y también lo reconozco en el mundo del trabajo, donde la formación continua se ha vuelto parte esencial de la existencia. Pero a esta afirmación le falta algo si la aislamos: no se trata sólo de respetar los ritmos personales, sino de crear espacios donde aprender juntos sea posible y valioso.

Si pudiera reunir en una mesa imaginaria a aquellos que han pensado profundamente sobre la educación, creo que encontraríamos entre sus palabras una armonía inesperada. María Montessori quizás diría que cada ser humano tiene un ritmo interior que debe ser respetado, y que el rol del educador no es imponer tiempos, sino preparar un ambiente que permita florecer libremente. Ella observaría el alma de cada niño y nos recordaría que obligar a aprender fuera de tiempo es como pedirle a una semilla que germine por la fuerza.

A su lado, Edith Stein, con su mirada serena y su corazón contemplativo, añadiría que toda educación debe pasar por el respeto a la individualidad de la persona, que es única, irrepetible, imagen de Dios. Nos hablaría de la empatía, como ese puente que permite acoger al otro en su modo de ser y de aprender. Nos recordaría que no se puede educar sin amor, y que solo quien se sabe comprendido se atreve a crecer.

Y entonces levantaría la voz un pensador que jamás olvidó al pueblo: Paulo Freire. Con su tono apasionado, nos recordaría que nadie aprende solo. Que el saber no se deposita, se construye. Diría que el acto de aprender es siempre un acto de encuentro, de diálogo, de mediación con el mundo y con los otros. Que educar es liberarse juntos, no competir para ver quién llega primero.

Un poco más adelante, Lev Vygotsky, desde su mirada psicológica y social, nos explicaría que el aprendizaje no ocurre en el vacío, sino en la interacción. Que hay zonas del desarrollo humano a las que solo llegamos si alguien nos acompaña. Que lo que uno puede hacer hoy con ayuda, mañana lo hará solo. Su presencia nos recordaría que el grupo no es un obstáculo para el desarrollo personal, sino su cuna.

Y entonces, desde el corazón de la Iglesia, el Magisterio tomaría la palabra. Tal vez a través de la voz de Juan Pablo II, de Benedicto XVI, o de Francisco. Pero sin duda Francisco insistiría con fuerza: que la educación es un acto de esperanza. Que el aprendizaje necesita fraternidad. Que la cultura del descarte no puede penetrar nuestras aulas ni nuestras empresas. Nos diría que educar es también enseñar a vivir juntos, a caminar juntos, a descubrir que nadie se salva solo, ni se forma solo.

Los miraría a todos, en silencio. Y pensaría: ellos no se contradicen. Se complementan. Porque aprender a su tiempo y aprender juntos no son ideas opuestas, sino hermanas. Cada uno aprende a su ritmo, sí. Pero necesita un entorno humano que acompañe, que escuche, que sostenga.

En el mundo del trabajo, esto es igual de cierto. Una empresa no es solo un lugar de producción, sino también un espacio de formación. Allí donde el aprendizaje continuo se impone como necesidad, también debe florecer como oportunidad humana. Cada colaborador necesita poder avanzar a su paso, sin ser aplastado por la presión o el juicio. Pero también necesita pertenecer a un equipo, sentirse parte de un todo mayor. No para competir, sino para compartir.

He visto ambientes laborales donde se valora más la rivalidad que la cooperación, donde la formación se da como obligación, pero sin acompañamiento real. Y he visto otros donde se confía en la gente, donde se escucha, donde se cultiva la empatía, donde se aprende juntos. Estos últimos son los que generan sentido, compromiso, alegría.

Educar, trabajar, vivir… todo eso es un proceso de construcción mutua. Aprender no es una carrera de velocidad, sino una travesía compartida. Si algo nos enseña la pedagogía de Jesús es que cada persona importa y cada uno necesita tiempo. Pero también nos enseña que el camino se recorre juntos. El Evangelio es una escuela de comunidad: los discípulos no eran iguales, pero todos aprendieron en la convivencia.

“Aprender en su tiempo, aprender juntos” no es sólo una frase bonita: es una convicción profunda. Que cada uno tenga su tiempo, sí. Pero que nadie quede solo. Que respetemos los procesos, sí. Pero que también construyamos comunidades que cuiden, acompañen y eleven.

Ojalá nuestras escuelas, nuestras familias, nuestras empresas y nuestras comunidades religiosas puedan ser espacios así: donde la paciencia se encuentre con la fraternidad, donde el aprendizaje no sea un peso, sino un camino compartido hacia la plenitud.

Y tú, en los espacios donde vives, trabajas o sirves… ¿estás ayudando a que otros aprendan a su tiempo? ¿Estás dispuesto a aprender junto a ellos?

Sobre el autor

Adriano Marques Santiago

Sacerdote con 15 años de experiencia en el servicio pastoral, especializado en consejería espiritual y comunitaria.Graduado en Filosofia por la Facultade Sao Luiz (Brusque/SC-Brasil) y en Teología por la Facultade Dehoniana (Taubaté/SP-Brasil). Terminando MBA (c) y en Direccion de Empresas por la Universidad Catolica de Uruguay – UCU BUSINESS SCHOOL (Montevideo-URUGUAY)

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