La serie El Eternauta (Stagnaro, 2025) comienza con una escena de truco que parece trivial, pero encierra una poderosa metáfora de la vida en sociedad: la importancia de saber jugar en equipo, leer señales y sobrevivir en contextos inciertos. Como el histórico cómic de Oesterheld, esta adaptación de Netflix propone una lectura de la Argentina desde el riesgo, la astucia y la fuerza del nosotros.
«En los lindes de la mesa / la vida de los otros se detiene. / Adentro hay un extraño país…»
Jorge Luis Borges, “El truco”
En la Argentina, pocas escenas dicen tanto como una partida de truco. No se trata solo de un juego de cuarenta cartas: es un pacto tácito entre jugadores que comparten un idioma propio, cierto sentido del humor, un código de señales y, sobre todo, una concepción criolla de la estrategia. En ese “extraño país” que se forma alrededor de una mesa, la astucia vale tanto como la suerte, y el riesgo se mide con picardía.
La serie El Eternauta retoma esta imagen del juego en el inicio. En plena noche, mientras una nevada empieza a caer desde el cielo, un grupo de amigos juega al truco en una casa del conurbano. Lo que parece una escena íntima y costumbrista es, en realidad, el umbral de una historia apocalíptica. Pronto sabremos que esa nevada no es natural, sino mortal, y que el país —y el mundo— enfrentan una invasión que obliga a redefinir toda forma de vida.
El Eternauta, basada en la historieta de Héctor Germán Oesterheld y Francisco Solano López publicada por primera vez en 1957, se ha convertido en una obra de culto. Su protagonista, Juan Salvo, no es un superhéroe tradicional: es un hombre común que, junto a su familia y sus vecinos, debe sobrevivir a un evento extraordinario. La serie de seis capítulos respeta ese espíritu y lo actualiza con una narrativa dinámica —aunque por momentos algo repetitiva— y efectos contemporáneos, sin perder de vista la clave original: la historia no es de un “elegido”, sino de un colectivo que resiste. Es una épica del nosotros.
Como en el truco, los personajes deben leer al otro, detectar señales, arriesgar sin mostrar del todo sus cartas. La invasión no es directa: está mediada por múltiples capas —hombres-robot, cascarudos, traidores— que obligan a una lectura constante del entorno. En ese escenario, la lógica del truco resulta más pertinente que nunca: hay que saber cuándo mentir, cuándo confiar, cuándo jugar fuerte y cuándo replegarse. El “envido”, el “quiero”, “la flor”, el “truco” no son solo palabras del juego: son decisiones estratégicas que marcan el rumbo de la partida, como ocurre también en la vida pública, la política o una empresa.
En El Eternauta, esa mesa inicial es el último espacio de calma antes del desastre. Pero también es una imagen de lo que vendrá: una historia donde no sobrevive el más fuerte, sino el que sabe leer las señales, confiar en el otro y jugar en equipo. Como en el truco, lo esencial no siempre está a la vista. Lo que se juega no son solo puntos: es la capacidad de resistir juntos, aun en los momentos más inciertos.
Y tal vez por eso, El Eternauta sigue hablando a cada generación. Porque en una Argentina donde la historia —como el juego— se reinicia una y otra vez, lo que importa no es solo tener buenas cartas, sino saber con quién se juega, cómo se juega… y qué se está dispuesto a arriesgar. “Adentro hay un extraño país: —continúa Borges en “El truco” de Fervor de Buenos Aires—/las aventuras del envido y del quiero, /la autoridad del as de espadas (…) / y el siete de oros tintineando esperanza”.