Desde su elección en 2013, Jorge Mario Bergoglio, el papa Francisco, no solo asumió la cátedra de Pedro: se volvió también un símbolo de reforma para volver a lo esencial: al Evangelio; de ternura activa y de denuncia valiente ante un mundo algo sordo. Su figura fue objeto de decenas de biografías, películas y documentales que buscaron capturar algo de su magnetismo espiritual y su audacia evangélica. Un argentino, jesuita, obispo de las periferias, que desde el sur espiritual habló sin titubeos de una Iglesia pobre para los pobres, de estructuras económicas injustas, de una humanidad descartada, de una Tierra que grita de dolor. Y que lo hizo no con retórica abstracta, sino con gestos, viajes y palabras que siguen interpelando.
Antes de convertirse en pontífice, apenas dos títulos recogían su pensamiento: El jesuita, de Rubin y Ambrogetti, y Sobre el cielo y la tierra, junto al rabino Abraham Skorka. Luego vino una verdadera avalancha editorial. En ellos, creyentes y agnósticos, amigos o los que se dicen amigos, periodistas y colegas intentaron comprender a ese hombre de fe, discreto y firme, que supo mantener el equilibrio entre la misericordia y la decisión, entre el afecto popular y la crítica sana de puertas adentro.
Francisco fue, sobre todo, un hombre que no tuvo miedo. Ni de la verdad, ni de los poderosos, ni de los medios. Señaló sin ambigüedades las injusticias del sistema económico global, denunció el descarte social, caminó junto a inmigrantes, trabajadores y víctimas de la violencia. Su palabra —cálida y firme— descolocó a muchos, dentro y fuera de la Iglesia. Enseñó a arriesgarse, arriesgándose; a pedir perdón más que permiso, a estar en salida, a “patear” las calles, a no “balconear” la vida, a ser pastores “con olor a oveja”, a contagiar esperanza que no es virtud “de gente con estómago lleno”…
El cine contribuyó a ampliar esos gestos, extender sus palabras, a inmortalizar esos instantes de coraje y compasión. Dos ficciones cercanas se estrenaron en 2015: Francisco, el padre Jorge, de Beda Docampo Feijóo, basada en el libro de la periodista Piqué y Llámenme Francisco, de Daniele Luchetti. Esta última en formato de serie para Netflix abordó sin eufemismos los años de plomo en la Argentina y el rol del entonces provincial jesuita. El arte de este film estuvo a cargo de Mercedes Alfonsín, quien supo realizar a escala una magnífica Capilla Sixtina para la escena del cónclave y el guion, firmado por Martín Salinas, puso en escena las tensiones internas de la Iglesia, las divisiones políticas de los años 70 y las decisiones dramáticas que marcaron a fuego la conciencia del país. Bergoglio fue allí retratado como un hombre que eligió arriesgar, que supo esconder para cuidar, mediar, proteger, hablar…
Otra propuesta cinematográfica interesante es Pope Francis: A Man of His Word (2018), dirigida por Wim Wenders. Allí no hay ficción ni actores: es el propio Francisco quien, mirando a cámara, sostiene con su palabra una invitación a la fraternidad universal. El film entrelaza entrevistas con imágenes de archivo y secuencias ficcionales en blanco y negro sobre la vida de san Francisco de Asís. La película es, en sí, una meditación audiovisual sobre el tiempo, el dolor del mundo y la esperanza. En ella, el papa se dirige al espectador no como figura que da cátedra, sino como conciencia que consuela y exhorta, alguien que recuerda: “La ternura es fortaleza, es esperanza sobre el mañana”, “Un artista es un apóstol de la belleza que ayuda a vivir a los demás”, “Solo la fraternidad puede superar la cultura de los residuos que no solo afecta a los alimentos y a los bienes sino sobre todo a las personas”…
Las producciones fílmicas —aun aquellas que idealizan o estetizan su figura— no hacen sino evidenciar que Francisco ya pertenece a la memoria del mundo contemporáneo. Su modo de comunicar, su testimonio de vida, su capacidad para unir oración y acción, palabra y gesto, lo colocan en una categoría distinta: no la del político ni la del líder mediático, sino la del hombre espiritual que logra tocar las fibras más hondas de quienes sufren. El suyo fue un liderazgo moral sin escándalo, sin privilegios, sin estridencias. Su poder fue la palabra. Su estrategia, el Evangelio.
Estos párrafos buscan ser un homenaje sencillo a su legado: el de un profeta de estos tiempos, que habló sin miedo, escuchó sin prisa, denunció con verdad y caminó junto a los que menos tienen. Aunque —como suele ocurrir— no siempre fue reconocido en su tierra, su obra es semilla fecunda en los rincones más dispares del planeta.
Y si todo esto —los libros, los gestos, las películas, las palabras— no bastara para describirlo, tal vez haya que recurrir a una expresión bien porteña, directa y certera: Francisco fue, es y será un fenómeno. Porque eso decimos en Buenos Aires cuando alguien se destaca por su generosidad, por su inteligencia, por su humanidad. Un fenómeno es alguien que se juega, que no se guarda nada, que da la vida por el amigo. Y eso fue Bergoglio: un fenómeno en el sentido más alto y más nuestro de la palabra. Un papa que hizo historia sin dejar de ser cura, vecino, amigo, testigo. Que caminó con los pobres y habló por los que no tenían voz. Que con una sonrisa —y un mate en la mano— supo recordarnos que la ternura también puede cambiar el mundo.