En uno de los discursos recogidos en el libro “…y dominad la tierra”, nuestro reciente Beato Enrique Shaw afirma: “Para aquellos que deben dirigir a otros, ninguna cualidad es más firmemente necesaria que el autocontrol. Catón, el estricto cónsul romano, dijo sucintamente: el peor gobernante es aquel que no puede gobernarse a sí mismo.”
Una vez más, Enrique condensa un mensaje de gran profundidad del pensamiento clásico en una premisa de gestión: nadie puede mandar bien si no logra, primero, gobernarse a sí mismo. El liderazgo no comienza en la autoridad formal ni en el conocimiento técnico sino en el dominio interior. A esta virtud los clásicos la denominaron autarquía.
En Aristóteles, la autarquía (autarkeia) implica una suficiencia interior y exterior. Es la capacidad de sostenerse a uno mismo en el orden del alma. En este sentido la ubica ccomo condición necesaria para la felicidad porque sólo quien no está sometido a sus pasiones, miedos o vaivenes puede desarrollar la potencialidad de su naturaleza. Sólo quien está libre de las sujeciones internas o externas de la vida puede ejercer una verdadera autoridad en el liderazgo.
No se trata, solamente, de la autarquía como virtud moral aunque también (un jefe que tiene problemas de adicciones o una vida desordenada jamás podrá infundir respeto en su equipo). Se trata también del ejercicio de esta virtud en el orden cotidiano. El líder que no logra contenerse transmite inevitablemente lo que no ha sabido ordenar dentro suyo. Si está frustrado, contagia frustración. Si está enojado, el enojo se filtra en sus gestos, en el tono, en sus decisiones. Si atraviesa problemas personales los depositará, aunque no quiera, sobre su equipo.
La falta de autarquía engendra líderes erráticos: días buenos y días malos, climas imprevisibles, reacciones desproporcionadas. Se confunden problemas con soluciones, se dramatizan obstáculos, se vive en una tensión permanente. El equipo nunca sabe “desde dónde” viene el líder, y eso erosiona la confianza más que cualquier error técnico.
La autarquía, en cambio, permite algo esencial: separar lo personal de lo común, lo emocional de lo operativo, el problema del camino para resolverlo. El líder autárquico no niega sus emociones pero sabe gobernarlas. No las reprime, las ordena. Por eso puede sostener una cierta estabilidad interior aún en contextos adversos.
Enrique en sus notas menciona muchas veces la necesidad de mostrarse alegre con los colaboradores. La alegría del líder no es un rasgo del carácter sino que es fruto del gobierno interior. Estar alegre (no de un modo superficial sino desde la serenidad) es una forma de tratar bien a los demás. Es crear un “hábitat”, es crear un clima. No se trata de hacer como que todo está bien o que no existen los problemas sino que esos temas o problemas no van a afectar nuestra manera de ejercer el liderazgo.
Desde esta perspectiva la autarquía cobra una dimensión práctica y cotidiana. Se revela en la capacidad de no descargar tensiones, de no gobernar desde el estado de ánimo, de no usar el poder como válvula de escape. Es, en definitiva, una forma de caridad cotidiana.
Platón también insistía en la idea de que el alma debe estar ordenada para poder
gobernar. Esa imagen del alma ordenada es el modelo de todo liderazgo sano.
Esta idea también se encuentra en la Doctrina Social de la Iglesia al afirmar que
gobernar es, ante todo, una responsabilidad moral. En el Compendio se enseña que
quienes ejercen autoridad deben hacerlo desde una conciencia formada y un dominio
de sí que los hagas capaces de servir al Bien Común.
La autarquía es, en resumen, la libertad interior puesta al servicio de los otros. Es por eso que el verdadero liderazgo no nace de un puesto o una posición sino del fatigoso ejercicio de gobernarse a uno mismo.
