La tensión entre progresismo y conservadurismo, en la Argentina o cualquier país democrático, puede hacer perder perspectiva de una guerra ideológica mayor: la que enfrenta a las democracias occidentales con los regímenes autoritarios de todo el mundo.
Grieta. Hay dos tipos de batallas culturales: las que se libran dentro de las fronteras de los países y las que trascienden los límites geográficos. Las primeras son como guerras civiles. Los ciudadanos de un mismo país no se ponen de acuerdo sobre si quieren una sociedad más progresista o más conservadora y, según en qué bando se enlisten, luchan por los derechos de las minorías postergadas o defienden las libertades individuales más básicas. Y aunque a veces no parezca, todos quieren vivir en democracia.
Las otras batallas culturales se parecen más bien a las guerras mundiales en las que se enfrentan democracias más o menos liberales contra regímenes autocráticos. No son ya el movimiento woke contra los anti-woke, sino el Occidente libre contra un frente amplio formado por China, Rusia, Corea del Norte, Cuba, Venezuela, Irán y decenas de países islámicos gobernados por líderes autoritarios cuya palabra es ley. Todos ellos, con mayor o menos énfasis, representan lo contrario a la democracia liberal.
Las batallas culturales atraviesan diversos ejes que puede ser útil analizar para entender las implicancias de este fenómeno:
- Institucionalidad. En Occidente, el respeto a las instituciones no es patrimonio de la izquierda ni de la derecha. Tampoco los atropellos tienen un único signo político. Como sea, el común denominador es la existencia de una constitución que establece balances y contrapesos de poderes, elecciones libres y alternancia en los cargos. En el bando contrario, los líderes se perpetúan en el poder y ejercen, con puño de hierro, la función ejecutiva, legislativa y judicial. Un abismo de diferencia.
- Laicidad. A partir del siglo XVIII, y sobre todo en los últimos cien años (quizá con la única excepción anacrónica del Reino Unido), Occidente abandonó el cesaropapismo: la autoridad religiosa y la civil son independientes. Al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios. El bloque opuesto está en las antípodas: varios líderes de países islámicos son, a la vez, caudillos políticos y jefes militares y guías religiosos. En China y Corea del Norte, el estado comunista cumple un rol cuasidivino. Y en Rusia —un mundo aparte—, Putin controla sin pudor a la Iglesia Ortodoxa. Medieval.
- Diversidad. El mundo libre, en este punto, vive su propia tensión. En sus sociedades democráticas coexisten dos talantes: el liberal, de los que promueven la convivencia pacífica de religiones, ideologías, sexualidades, gustos y maneras, y el autoritario, de los que preferirían comunidades homogéneas, con valores compartidos rígidos y un sistema estricto de premios y castigos. En el otro bando, eso mismo pero llevado al extremo: monolíticos.
- Libertades individuales. En el seno de los países occidentales, algunos grupos, herederos de la Ilustración, defienden a ultranza la posibilidad de pensar y decir todo. Aunque eso pueda ofender. Y de circular, asociarse, comerciar y lo que sea, con mínima injerencia del Estado: son la derecha. Se le oponen los que prefieren un Estado que, para defender a las minorías desfavorecidas, cuente con más competencias y esté legitimado para determinar qué se dice, por dónde se circula, con quién se comercia y bajo qué reglas: son la izquierda. En el lado opuesto del mundo es la voluntad del líder quien otorga, a cuentagotas, dosis mínimas de libertad. Y al que no le gusta, cárcel o muerte.
La batalla cultural en cada país podría ser el árbol que tapa el bosque. Lo que importa de verdad es si, dentro de un siglo, seguirá existiendo algo parecido a Occidente: un ámbito diverso en el que los ciudadanos, libres, puedan forjarse su propio destino sin que nadie se los imponga. Esa es la madre de todas las batallas. Y podríamos estar perdiéndola.
Ilustración: gentileza GM+AI
Muy interesante perspectiva. gracias