Crear a través de la palabra es una actividad distinta de crear mediante la arcilla, la pintura, un trozo de mármol o los sonidos. El pintor, por ejemplo, trabaja con colores y, a partir de una idea, pinta su lienzo; el músico, guiado por un motivo, organiza los sonidos a partir de una escala, tonalidad y ritmo. Sin embargo, quien trabaja con la palabra —ya sea al escribir o al hablar— crea desde sí mismo. No parte de un color o de un sonido, sino de su interioridad más profunda. Produce, crea y recrea un texto que puede trascender a la hoja en blanco y adquirir forma de libro, soneto, artículo o discurso. En este sentido, la palabra humana se presenta como una herramienta creativa más poderosa que los arpegios o las escalas, más trascendente que una obra plástica como la Mona Lisa o el David. La creación por la palabra se distingue radicalmente de otras formas artísticas.
Los educadores trabajamos con la palabra. Ella es la que nos une en el diálogo o nos enfrenta en el debate; la que nos permite construir y organizar el pensamiento, manifestar u ocultar nuestro “yo”, revelar creencias, ideas y saberes; la que nos interpela desde un libro o se asoma desde la pantalla del móvil. Por la palabra humanizamos el mundo que nos rodea y lo volvemos cercano. Por la palabra —y la Palabra—, en definitiva, todas las cosas son hechas.
Ahora bien, si por la palabra podemos crear, también por ella podemos herir. La palabra no es inocente ni indiferente. Su peso simbólico y ético implica que todo acto de habla lleva consigo una responsabilidad. Quisiera ahora detenerme en la palabra “perdón”. Una palabra, que como su significado encierra, es un “don perfecto”.
Perdón si…
Existen formas de pedir perdón que, lejos de constituir un verdadero acto de reparación, funcionan como estrategias retóricas destinadas a atenuar la responsabilidad (ya lo he visto en varias circunstancias y cada vez que escucho cosa así me da escozor). La expresión “pido perdón si en algo pude haber ofendido” constituye un claro ejemplo: al condicionar la ofensa con un “si”, el hablante no reconoce explícitamente el daño causado, sino que lo desplaza hacia la sensibilidad del otro. Así, la disculpa deja de ser una asunción del propio acto para convertirse en una insinuación de que el problema radica en el otro, o sea “la culpa es del otro”.
En esa lógica invertida, la carga de la falta parece recaer ya no sobre quien la cometió, sino sobre quien se sintió herido. Es una forma sutil —y eficaz— de invertir los términos del conflicto: no se asume haber ofendido, sino que se sugiere que el otro “se ofendió”, como si el malestar fuera un exceso o una mala interpretación. Esta fórmula diluye el peso de la falta cometida y elude el compromiso ético que implica reconocer el error sin ambigüedades. En contextos interpersonales, institucionales o públicos, este tipo de pedido de perdón resulta insuficiente, ya que no repara ni valida genuinamente el malestar provocado.
Ayuda a iluminar esta cuestión lo que ocurre en el ámbito de la confesión religiosa dentro del catolicismo: quien se acerca al sacramento de la reconciliación no dice “pido perdón a Dios si en algo lo pude haber ofendido” —esto hasta invalidaría el sacramento—, sino que formula una acusación clara y directa de sus faltas. La lógica del arrepentimiento verdadero exige asumir la propia responsabilidad sin condiciones (sin “si”), sin supeditar el reconocimiento del daño a la interpretación o sensibilidad de los otros.
En el acto de pedir perdón con verdad se activa, nuevamente, el poder creador de la palabra: no ya para producir un discurso, sino para restaurar un vínculo. Porque, en última instancia, también el perdón es una forma de creación: creación de sentido, de memoria compartida, de posibilidad de encuentro.
La palabra, entonces, no solo crea mundos simbólicos o estéticos; también crea la posibilidad de recomenzar. En el acto de pedir perdón con autenticidad, el hablante se expone, se despoja de artificios y abre un espacio para que el vínculo herido se repare. No se trata simplemente de “decir algo”, sino de enunciar una verdad que reordena el sentido compartido: reconozco que herí, que ofendí, que hubo un quiebre, y al nombrarlo, al asumirlo, empiezo a restituir lo dañado. En este contexto, la palabra tiene una fuerza performativa: no solo comunica un arrepentimiento, sino que —bien dicha, sin “si”— produce una reconciliación posible. Pero esa potencia solo se activa cuando hay verdad, cuando no se relativiza el daño ni se desplaza la culpa al otro.
Por eso, los pedidos de perdón vacíos o ambiguos —como “si en algo ofendí”— no logran restaurar nada. Son palabras que suenan, pero no significan; que rozan el gesto de la reconciliación, pero sin implicarse en su riesgo ni en su costo. El perdón genuino, en cambio, es un acto valiente de creación: recompone la dignidad del otro, reconstruye un nosotros.
Lo que necesitamos, en el lenguaje del perdón, es —si fuese el caso— pasar del “perdón si…” al “perdón sí”. Del perdón en potencial, que no repara ni transforma, al “perdón sí” —afirmativo, claro, sin rodeos— que implica hacerse cargo: “Perdón, sí te ofendí”, “sí me equivoqué”, “sí causé dolor”. Ese sí es el punto de partida de toda reconciliación posible. Es un acto positivo de coraje moral que reconoce el error sin desplazarlo hacia la sensibilidad del otro. Pasar del perdón si al perdón sí no es solo un juego de palabras: es una decisión ética que transforma una frase vacía en un gesto real de reparación.
El artículo contribuye a utilizar la terminología adecuada acorde al fin que se persigue. Gracias a la autora: Dra. Teresa Téramo !