Resulta llamativo que en plena cuaresma y próximo a Semana Santa estemos en cuarentena sin poder salir de nuestros hogares, para combatir y evitar el contagio de COVID-19. Por supuesto, sin dejar de sufrir el dolor por la muerte de hijos, hermanos, padres, abuelos, amigos y de todos aquellos que la están pasando mal, no solo por el encierro sino por no tener los medios ni los recursos económicos para sobrellevar estos momentos. Pensemos en aquellos que, además, viven hacinados, sin las mínimas comodidades o servicios esenciales como agua potable o cloaca. Para todos ellos la cuarentena es realmente un sacrificio enorme y por lo tanto la situación nos obliga a una mirada introspectiva como persona, como familia, como sociedad, como argentinos y como habitantes de esta “misma barca”, el mundo, tal como lo manifestó el Papa Francisco cuando impartió la bendición urbi et orbi.
Actualmente estamos desbordados de información de cómo debemos cuidarnos, de qué medidas preventivas hay que considerar; tenemos a disposición centenares de análisis de las consecuencias económicas y financieras que el coronavirus ocasionará en el mundo y particularmente en nuestro país. Sin embargo, para que todo esto que nos pasa tenga un verdadero sentido y salgamos transformados como personas y como sociedad es indispensable analizar la actualidad desde otra mirada. La cuarentena nos obliga a no salir de nuestros hogares, y por lo tanto a compartir con la familia, a conversar con nuestros hijos y nuestras esposas, esposos o parejas. Es un momento de reencuentro, quizás el momento de rescatar algunos valores perdidos. De profundizar vínculos y estar atento a las necesidades de nuestros vecinos, amigos, familiares, recuperando el valor de la solidaridad y elevándonos como personas. Nos obliga a repensar nuestro rol en el mundo. Este encierro obligado por estas circunstancias podría ser la llave de nuestra verdadera libertad. En el mundo del consumo es trascendental encontrar el sentido de nuestra existencia. No estamos en este mundo solo para trabajar y consumir. Colectivamente debemos esforzarnos en la búsqueda y construcción de una sociedad más justa que incluya a todos, con un desarrollo que sea sustentable, que implique un mayor federalismo, descomprimiendo y descentralizando los grandes centros urbanos y diseñando políticas demográficas que respeten el medio ambiente y mejoren la vida de la gente, aprovechando lo ancho y lo largo de nuestro territorio. Hoy somos conscientes de lo frágiles que somos. El individualismo no alcanza. No importa la nacionalidad, que idioma hables, la clase social, el poder o el dinero que detentes. Todos estamos en riesgo, sin excepción. Hoy rescatamos como valor supremo la salud y la libertad. Dos bienes intangibles que damos por supuestos y de cuya importancia nos percatamos cuando falta o se restringe. Lo que antes era importante hoy ya no lo es. Lo superfluo dio paso a lo esencial. Lo que era absoluto hoy es relativo.
En tal sentido, es momento de reemplazar los ídolos por los verdaderos modelos sociales que inspiran y transforman nuestra sociedad. Los médicos, los enfermeros, el ejército, la policía, la gendarmería, la prefectura, los recolectores de residuos, los productores de alimentos son los verdaderos modelos sociales que hoy visualizamos porque emergen ante esta pandemia. Es un deber no olvidarnos de ellos. Ni nosotros ni el Estado. El célebre psicólogo y Premio Nobel de Economía 2002, Daniel Kahneman, explica el efecto codificador de los finales: “el recuerdo siempre magnifica lo que sucede al final”, haciendo que lo bueno que termina mal sea malo y lo malo que termina bien, bueno. El final distorsiona la percepción de la experiencia completa, resignificándola. Hagamos que nuestro final termine bien y evolucionemos como sociedad.