Este artículo es la tercera parte del artículo «La Sociedad Civil (Parte I)».
En artículos anteriores hablamos de la sociedad civil, sus componentes y la pérdida de presencia que tiene hoy en día en muchos países, también en el nuestro. Hoy nos preguntaremos cómo debería ser la política pública en relación con los grupos de esa sociedad civil. Lo que hace falta es que la política se proponga no sustituir a la sociedad civil, sino, en lo posible, fortalecerla y consolidarla. Las asociaciones deben conservar su capacidad de cumplir con sus funciones y principios. Deben tener libertad para hacer frente a los problemas que justifican su función: por ejemplo, una fundación dedicada a la solución de un problema médico en una zona debe tener acceso a los medios necesarios para cumplirlo.
Suprimir o debilitar los grupos de la sociedad civil significa eliminar elementos compartidos por las personas, dificultando su cooperación y la identificación de unas con otras, lo que debilita aún más los vínculos sociales. Hay que dar la mayor autonomía posible a esos grupos e instituciones, sin intrusiones del Estado. La pregunta que deben hacerse los políticos cuando estudian la solución a un problema debe ser: ¿puede inhibir esto la autonomía funcional de los grupos sociales?
Hay que facilitar también que tengan acceso a los medios necesarios; esta es, por ejemplo, la función de las exenciones fiscales a las donaciones. También hay que favorecer la descentralización en la toma de decisiones: descentralización vertical (lo que puede hacer una localidad menor no debe hacerlo la región o el Estado) y descentralización «hacia afuera», por ejemplo, de las autoridades públicas a las instituciones caritativas. Y conviene también alentar la innovación social y la creación de emprendedores sociales.
En todo caso, hace falta que la sociedad civil se esfuerce por recuperar esas funciones a las que ha ido renunciando con el paso del tiempo. Y esto dependerá, en última instancia, de la voluntad de las personas.