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Dispuesto a morir, pero no a matar

Escrito por Ceferino Reato
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De la elite porteña a la villa de Retiro; del antiperonismo al peronismo; del orden conservador a la revolución guerrillera; del capitalismo al socialismo; de la derecha a la izquierda, el padre Carlos Mugica fue protagonista estelar y víctima emblemática de los cambios políticos, sociales y culturales que alimentaron tantos sueños e ideales, pero que derivaron en la tragedia de los setenta.

Cincuenta años después de aquel atentado terrible —fue acribillado indefenso a la salida de la iglesia donde terminaba de celebrar la santa misa— Carlos Francisco Sergio Mugica Echagüe sigue siendo un personaje tan moderno, seductor y polémico como lo era en la época en la que le tocó vivir y morir.

Exponente de la década del sesenta, moldeado por el masivo deseo juvenil de un cambio súbito, no muy bien definido, para archivar una sociedad tradicional y pecadora, fue, por encima de todo, un cura comprometido con la opción preferencial por los pobres del Concilio Vaticano II, que adaptó la Iglesia Católica a los nuevos tiempos.

Tanto fue así que integró la primera camada de “curas villeros”, de sacerdotes que a partir de 1965 dejaron la comodidad de sus parroquias y fueron a instalarse en las villas de emergencia de Buenos Aires para vivir como lo hacían esos feligreses.

Hace mucho tiempo —quizás en el mismo momento en que era derribado por las balas asesinas— que Mugica ingresó a la historia como el ícono de los curas dedicados a los ciudadanos más pobres del área metropolitana, quienes, aún en el infortunio, siguen encontrando en Cristo, la Virgen María y un seleccionado de santos formales e informales, como el Gauchito Gil y San La Muerte, el último refugio para sus sueños y esperanzas.

La villa de Retiro, a la que convirtió en el centro de su prolífica actividad pastoral y social, se llama ahora Barrio Padre Carlos Mugica por decisión de los propios vecinos, y la calle Carlos Mugica es su arteria principal. Murales, pintadas y hasta algunos monumentos que repiten bustos lustrosos lo convierten en una querida presencia cotidiana. 

Sus restos descansan en la entrada de la muy sencilla capilla que él levantó, Cristo Obrero, desde el 7 de octubre de 1999, cuando habría cumplido sesenta y nueve años y fueron trasladados a pulso desde el cementerio de la Recoleta por una emocionada columna de villeros y sacerdotes que llenaba cuatro cuadras, en una ceremonia encabezada por el arzobispo de Buenos Aires, monseñor Jorge Bergoglio.

“Oremos por los asesinos materiales, por los ideólogos del crimen del padre Carlos y por los silencios cómplices de gran parte de la sociedad y de la Iglesia”, pidió aquel día el futuro papa Francisco.

Claro que su energía desbordante y su pasión a toda prueba y en todos los campos, desde la plegaria y la ayuda social al fútbol y la política, muchas veces lo hicieron olvidar ese carácter “preferencial” por los pobres, en especial cuando el descubrimiento de ese mundo ajeno lo condujo al peronismo, otra novedad para quien había nacido en cuna de oro y pertenecía a una familia refractaria al general Juan Perón y sus seguidores.

Tenía la palabra tan fácil y un rostro tan televisivo que se volvió una figura popular y controversial por sus elogios desmesurados a Perón, los pobres, el socialismo y China, y sus diatribas exageradas contra los antiperonistas, los ricos, el capitalismo y Estados Unidos. También por su postura sobre la lucha armada y la guerrilla, favorable o, al menos, indulgente hasta que el peronismo volvió al gobierno, en 1973; decididamente en contra luego.

Elegante, rubio y de ojos celestes, deportista dedicado, rebelde, aunque mundano, atraía a hermosas mujeres que lo ayudaban en las múltiples tareas de promoción social que se había impuesto en la villa de Retiro. Una de ellas, Lucía Cullen —otro retoño del patriciado porteño—, fue el amor de su vida, aunque al parecer platónico porque aseguraba que no estaba dispuesto a dejar la Iglesia y era un enérgico defensor del celibato.

La muerte de Mugica —ocurrida el sábado 11 de mayo de 1974 en la parroquia San Francisco Solano, en el barrio de Villa Luro— puede ser vista como una muestra de las dificultades del peronismo para digerir sus peleas internas en forma pacífica, civilizada.

Sin embargo, el asesinato excedió las tensiones dentro del peronismo; reflejó también las contradicciones en la Iglesia y en la sociedad. Porque los montoneros no solo desbordaron al entonces presidente Perón sino también a Mugica y a tantos curas que los habían educado en el catolicismo. 

Es que ese grupo guerrillero nació en las sacristías, los campamentos de la Juventud de la Acción Católica, las misiones rurales a las zonas más pobres del país y las tareas de promoción social en villas miseria y barrios carenciados.

Lo expresaba muy bien uno de los cantos guerrilleros en las manifestaciones: “San José era radical, San José era radical. Y la Virgen, socialista, y la Virgen, socialista. Y tuvieron un hijito: ¡montonero y peronista!”.

Aunque a la Iglesia local le sigue costando mucho abordar esa realidad histórica, al principio de su papado, el 28 de febrero de 2014, Francisco realizó una autocrítica sobre la “mala educación de la utopía” de tantos jóvenes, en una charla con los miembros de la Comisión Pontifica para América Latina. 

Nosotros en América Latina hemos tenido experiencia de un manejo no del todo equilibrado de la utopía, y que, en algunos lugares, no en todos, en algún momento nos desbordó, y al menos en el caso de Argentina podemos decir: ¡cuántos muchachos de la Acción Católica, por una mala educación de la utopía, terminaron en la guerrilla de los años 70!”, afirmó.

En su mayoría, los curas progresistas intentaron que los guerrilleros se integraran a la vida democrática luego del retorno del peronismo al gobierno. Creían que los jóvenes que habían decidido morir, pero también matar dejarían las armas. No se dieron cuenta de que “la muerte lleva a la muerte”, como diría luego monseñor Jorge Casaretto, obispo emérito de San Isidro.

La década de 1970 fue una década de muerte. En ella se recogió lo que quedaba de ideologías perimidas, que, sin embargo, todavía pudieron encender algunos fuegos, ciertamente artificiales”, señaló Casaretto.

En simultáneo, en el otro extremo de la Iglesia, una legión de sacerdotes apoyó a aquel gobierno de facto, que comenzó con el golpe de Estado del muy ortodoxamente católico general Juan Carlos Onganía.

Mugica pagó con su vida esas contradicciones, que fueron mucho más allá de él y de la Iglesia porque pertenecieron a una época en la que tantos creyeron, no solamente en la Argentina, que la violencia podía ser la partera de una sociedad de iguales, sin pobres ni explotados.

Luego de un coqueteo con la lucha armada, Mugica se expresó claramente en contra de la posibilidad de matar, aunque estaba dispuesto a morir, en especial por los pobres.

El monje benedictino Mamerto Menapace, que lo conocía muy bien, sostuvo que, si en algún momento pudo haber tenido una postura “un poco ambigua” sobre la violencia, “en los últimos meses de su vida su actitud había quedado bien clara, y con su asesinato pagó largamente todos los errores que pudo haber cometido en el pasado. Su muerte vino a confirmar el compromiso que verdaderamente había asumido: estaba dispuesto a morir, pero no a matar”.

 

Ceferino Reato es periodista y escritor, extraído de su último libro: “Padre Mugica”.

Reflexiones sobre la figura de Carlos Mugica

Sobre el autor

Ceferino Reato

Periodista, escritor, licenciado en Ciencias Políticas y docente. Autor de los libros Operación Traviata y Disposición Final, entre otros.

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